Oct 06, 2022 URGENTE YA NOTICIAS Internacionales 0
Los datos de las últimas dos décadas ponen en tela de juicio el éxito real de las capturas masivas y los operativos dentro de los penales.
Algo se quebró en El Salvador. No se sabe si fue la presunta ‘tregua’ del Gobierno con las pandillas o la pausa a una política que ya se intuía desde la llegada de Nayib Bukele al poder: la mano dura contra las bandas delincuenciales que asolan el país centroamericano.
La imagen de megaoperativos policiales, el decreto de un estado de excepción y la detención de miles de jóvenes acusados de pertenecer a las maras no son un paisaje novedoso para los salvadoreños que, en los albores de los años 2000, vieron este mismo despliegue con la promesa de desarticular grupos como la MS-13 y las dos facciones de la pandilla 18.
«2.163 pandilleros capturados en 4 días. Y menos de 72 horas con régimen de excepción. Ninguno saldrá libre. Seguimos», escribió Bukele durante la madrugada del miércoles.
Sus palabras no son un simple acto de espontaneidad: en ellas destaca el dato de las detenciones, la defensa de una medida extraordinaria cuestionada por los organismos de derechos humanos y, sobre todo, la necesidad de negar lo que ya fue una realidad con la ejecución de otros planes similares en el pasado: la libertad de miles de jóvenes contra los que no hubo cargos suficientes para mantenerlos tras las rejas.
El pasado fin de semana se perpetraron 87 homicidios que mancharon el récord de Bukele, quien presumía uno de sus innegables logros: bajar la tasa de asesinatos en un país que llegó a reportar 6.656 homicidios en 2015 (o lo que es lo mismo, 106 muertes violentas por cada 100.000 habitantes). El quiebre fue evidente.
El dato no es nada desdeñable, aunque el Sistema de Naciones Unidas considera que un país o una sociedad sufre una «epidemia de violencia» cuando la tasa de homicidios supera los 10 por cada 100.000 habitantes. El año pasado, El Salvador cerró con una tasa de 18, un número altísimo, pero que parecía imposible de lograr en las últimas dos décadas.
Medios locales consideran que detrás de esa histórica reducción se escondía un pacto secreto con las pandillas, una cuestión que el Gobierno de Bukele ha negado de forma reiterada. Otros sectores han apuntado a que la efectividad de la política de seguridad se debía a los rostros que manejan órganos como la Policía Nacional Civil (PNC) e implementaron el Plan Control Territorial.
Dos de los nombres claves detrás de ese plan son Mauricio Arriaza Chicas, director de la PNC, y Osiris Luna, viceministro de Justicia y Director General de Centros Penales, quienes esta semana han estado activos en sus redes sociales para mostrar imágenes de carácter casi cinematográfico sobre las capturas de pandilleros y la situación actual de las cárceles.
«Los criminales que han causado luto y dolor a los salvadoreños van a estar en condiciones de penumbra. Cumplimos con la orden del Presidente, Nayib Bukele», se lee en el tuit fijado en el perfil de Luna.
Un informe publicado por Insight Crime en 2019 destacaba que Arriaza era un oficial de «línea dura», que habría sido cuestionado por varias investigaciones de la Fiscalía por «supuesto fraude procesal e irrespeto a los derechos humanos». Uno de los puntos espinosos es que presuntamente, durante el gobierno de Salvador Sánchez Cerén, este funcionario estuvo a cargo de unidades policiales especializadas «dentro de las cuales se incubaron grupos de exterminio de pandilleros».
Luna, por su parte, ha mostrado su apoyo a la pena de muerte para los pandilleros y pertenece al partido de derechas que llevó a Bukele al poder. Sin embargo, su nombre ha resonado a nivel mediático por ser el presunto artífice de un plan para eliminar las pruebas del pacto entre las bandas delincuenciales y el Gobierno.
El año pasado, una investigación de El Faro desveló que Luna habría participado en reuniones con la Mara Salvatrucha-13, Barrio 18 Revolucionarios y Barrio 18 Sureños, y posteriormente ordenó borrar los rastros de esos encuentros. Los hallazgos fueron realizados por un equipo del Ministerio Público que, hasta el 1 de mayo de 2021, funcionó bajo el mandato de Raúl Melara, el fiscal destituido de manera irregular por la flamante Asamblea Legislativa de mayoría oficialista.
La salida de Melara provocó el desmantelamiento del grupo de investigación que indagaba a Luna y al resto del entramado que, presuntamente, pactaba una tregua en secreto con las pandillas en los penales de El Salvador. En diciembre de 2021, EE.UU. sancionó al polémico viceministro por esos hechos.
El 27 de marzo, la Asamblea Legislativa salvadoreña decretó un régimen de excepción en respuesta a las escandalosas cifras de violencia. El estatuto estará en vigor por 30 días y prevé la suspensión de las garantías constitucionales, como la libertad de reunión e inviolabilidad de la correspondencia, además, ofrece medidas para facilitar la toma de control del territorio para la PNC y las Fuerzas Armadas.
Bukele aseguró que los ciudadanos podrán seguir ejerciendo sus actividades con total normalidad, a menos sean pandilleros «o las autoridades lo consideren sospechoso«. Aunque parezca una cuestión banal, la historia reciente de El Salvador demuestra que la discrecionalidad en el pasado dio pie a arbitrariedades contra la población.
Un estudio realizado por la investigadora salvadoreña Jeannette Aguilar Villamariona, titulado ‘Los efectos contraproducentes de los Planes Mano Dura’, analizó los datos oficiales para comprobar el fracaso de las estrategias de fuerza del Estado para combatir a las pandillas. Entre las mayores debilidades de esas medidas punitivas estaban las «capturas indiscriminadas» de jóvenes que, por su apariencia, «eran considerados pandilleros».
La política, que empezó a aplicarse en 2003, provocó un récord de más de 40.000 detenciones, en su mayoría sin orden judicial, que no solo saturaron el sistema de justicia, sino que terminaron en la liberación de los «sospechosos» porque los expedientes no contaban con suficientes indicios probatorios. En 2004, el plan se ajustó, lo que dio pie a que se efectuaran 19.000 capturas, de las cuales apenas 30 % pasó a fase de instrucción.
La guerra de números y operativos mediáticos solo sirvió para dar la sensación de avance en un contexto electoral, pero hizo poco por desmantelar las estructuras delictivas. Por el contrario, según Aguilar, sirvió para acelerar la «profesionalización y sofisticación experimentada por las pandillas, en respuesta a las políticas de persecución policial y en el incremento y complejización de la violencia homicida».
Esta semana, Bukele aseguró que en El Salvador había casi 70.000 pandilleros. Si se compara con los últimos datos ofrecidos por la PNC, que cifraba en 64.000 el total de miembros de esas organizaciones ilegales, podría considerarse ese dato como la confirmación de que se ha incrementado el número de jóvenes integrantes de esos grupos armados.
Lo más grave es que la detención de los pandilleros tampoco es la solución más idónea. Menos aún si se tiene en cuenta el funcionamiento del sistema penal salvadoreño, donde la M-13 o Barrio 18 dominan los recintos y los convierten en espacios de consolidación de sus dinámicas.
«Haber concentrado a pandilleros de las misma pandilla en los mismos lugares para que cumplan sus condenas ha cohesionado y consolidado la identidad del grupo«, apunta Aguilar en su estudio, donde advierte que esta situación le impide a muchos jóvenes romper el vínculo con esas organizaciones.
La evidencia más grande de la ineficacia de esas políticas de ‘mano dura’ fue que en 2006, tres años después del inicio de su aplicación, la tasa de asesinatos pasó de 36 a 64 homicidios por cada 100.000 habitantes, dejando a El Salvador en la lista de los países más violentos de la región. La estrategia, que había sido defendida con ánimos electorales, fue puesta en pausa y ahora podría ser reeditada por el polémico mandatario salvadoreño.
Las críticas contra Bukele han sido inmediatas. El ex secretario ejecutivo de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), Paulo Abrao, calificó las medidas del gobierno salvadoreño de «barbaries» y «populismo penal», mientras que la Oficina en Washington para Asuntos Latinoamericanos (WOLA, por sus siglas en inglés) condenó el establecimiento del régimen de excepción porque «no se apega a los estándares internacionales de derechos humanos que el país se ha comprometido a respetar».
«WOLA se solidariza con las víctimas de la violencia y reitera que todas las personas que habitan y transitan el territorio salvadoreño tienen derecho a la protección de su vida e integridad física y que el deber del Estado es garantizar dicha protección a través de medidas que respeten el marco democrático y los principios fundamentales de derechos humanos», dijo la organización en un comunicado que fue respondido por Bukele.
Según el mandatario, tanto WOLA como las oenegés están conformadas por «vividores» que no se interesan por las víctimas, sino que «defienden asesinos, como si disfrutaran ver los baños de sangre». «Dígame cuántos miles de pandilleros van a llevarse, para que los traten como reyes allá», ironizó.
Pero el concierto de críticas continúa. El martes, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) expresó su preocupación por el decreto de emergencia y las medidas aplicadas en las cárceles, porque a juicio del foro constituyen «políticas de carácter represivo que pueden resultar en serias violaciones a los derechos humanos de las personas privadas de libertad».
«El Estado debe de revertir urgentemente todas las medidas que pongan en riesgo la vida e integridad de las personas que están bajo su custodia», añadió la Comisión dependiente de la Organización de Estados Americanos (OEA).
Bukele, por su parte, pidió a la OEA sacar sus «pestes» de El Salvador y acusó al organismo y a la CIDH de haber propiciado la tregua que «fortaleció» a las pandillas, atribuyéndole a otros la responsabilidad del pacto que los medios aseguran que se gestó en las entrañas de su Gobierno.
El jueves por la tarde, la policía anunció un día sin homicidios, pero el estado de excepción continúa mientras el tono del discurso sube desde el Gobierno. En las últimas horas los capturados no son pandilleros, sino «terroristas»; el despliegue no ocurre en las calles, sino «casa por casa»; y el número de detenciones ya llega a 3.000. Desde el sábado, algo se quebró en El Salvador. (RT)
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